El Gobierno tiene dos caras. El ministro de Economía busca dólares e inversores en EE.UU. La Vice mantiene su ofensiva por una “ley del odio” y convierte una misa en un acto partidario
Por Fernando González
El peronismo es un territorio de voluntades y hay que seguir la línea del poder para adivinar su identidad pasajera. Fue de izquierda con Cámpora, de derecha con Isabel, neoconservador con Carlos Menem y populista con los Kirchner. “Ah, peronistas somos todos”, dijo Perón a fines de los sesenta. Una definición inteligente para engañar a los propios y desorientar a los ajenos.
Setenta y siete años no han servido para aclarar demasiado las cosas. Esta semana, por ejemplo, el profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Rice, Mark Jones, planteó un nuevo desafío para los degustadores del peronismo. Presentó a Sergio Massa, el ministro de Economía a cargo del gobierno de Alberto Fernández, como el “James Baker argentino”. Estaba en Houston, Texas, adonde Massa llegó para convencer a los empresarios petroleros de una utopía económica: invertir en un país que está cruzando el 100% de inflación anual y que no les permite a los inversores mover sus propios dólares libremente.
Los objetivos de Massa en esta gira estadounidense han sido dejar una impresión diferente a la que tienen de Martín Guzmán y de la efímera Silvina Batakis, y conseguir dólares frescos para recomponer las reservas escasas del Banco Central. Consiguió adelantar USD 1.200 millones del Banco Interamericano de Desarrollo y otros USD 400 millones del Banco Mundial. Poco cambian las cosas para la Argentina, pero un vaso de agua siempre parece un manantial cuando se está en el desierto.
Massa habló de la potencialidad de Vaca Muerta en Houston, y se arriesga a prometer el cumplimiento de las metas financieras en Washington, música para los oídos de sus anfitriones en EE.UU. “Nosotros odiamos a los mercados, pero no se confundan: Sergio es nuestro pro mercados”, advierte uno de los kirchneristas que por ahora lo defiende. Ha sido un viaje como el de la Cenicienta, pero se aproxima el momento en que la carroza vuelve a ser calabaza. El problema para Massa siguen siendo las noticias que llegan desde Buenos Aires.
El sábado dio otra muestra de ese plan maestro con el que intenta, básicamente, contrarrestar el destino complicado de una condena judicial. Su hijo Máximo Kirchner movió los hilos del Partido Justicialista bonaerense, de los movimientos piqueteros que le responden y de algunos contactos dentro de la Iglesia Católica para armar una misa de homenaje a Cristina en la Basílica de Luján. Como corresponde en ese sistema verticalista que es el peronismo, ni ella ni Máximo asistieron. “Estaba su espíritu y con eso alcanzó”, ironizaban en el kirchnerismo.
A la segunda línea sí se le ordenó poner la cara en Luján. Estuvieron el gobernador, Axel Kicillof, y la vice Verónica Magario; la Jefa de Diputados, Cecilia Moreau, el camporista Andrés Larroque, unos cuántos intendentes bonaerenses, una decena de jefes piqueteros y algunos ministros nacionales entre los que se destacó el tucumano y jefe de gabinete, Juan Manzur.
La presencia institucional se restringió a Alberto Fernández y al ex presidente Eduardo Duhalde, en una fotografía desangelada de ambos que mostró como pocas veces el deterioro acelerado de la figura presidencial. No estaba Massa, no estaba Máximo, y tampoco estaba ella. Si Cristina quiso dejarlo expuesto una vez más a Alberto, lo logró con creces. Isabel II de Inglaterra, cuyos gestos de crueldad en el ejercicio del poder fueron muy recordados en estos días de funerales, la hubiera aplaudido.
Poco después de la misa en Luján, el kirchnerismo siguió con otro acto en la Ciudad de Buenos Aires. Es un distrito donde son minoría y sus dirigentes son ruidosos aunque menos relevantes. Pero, en el Parque Lezama, se olvidaron de la “fraternidad” de tres horas antes y agitaron las consignas de la ley del odio, las críticas al fiscal Diego Luciani y la candidatura de Cristina 2023.
La misa para Cristina en la Basílica de Luján logró conmover incluso la interna política de la Iglesia. El arzobispo de Mercedes, Jorge Scheinig, pidió disculpas al final del sermón “si metí la pata”, en relación a una misa que el intendente kirchnerista de Luján, Leonardo Boto, le había pedido y que terminó en una suerte de acto partidario cobijado por la Iglesia. De todos modos, siempre está el largo brazo del Papa Francisco, quien privilegia la relación con Cristina y que tuvo allí al referente Juan Grabois.
“Cristina se acerca a Perón porque necesita los votos”, explicaba el ex embajador Ramón Puerta en una entrevista por CNN Radio. El misionero, que fue presidente por cuarenta y ocho horas tormentosas en el final del 2001, acusa al kirchnerismo de ser okupas del peronismo y castiga al Presidente, a quien le retira la categoría de peronista con una alegoría risueña. “Alberto tiene el traje de Alfonsín, los bigotes de Alfonsín y está acompañado por (Leopoldo) Moreau; es un presidente radical”, lo fastidia, como si el peronismo fuese una garantía de buena administración.
Mientras Massa intenta ponerse en Washington el disfraz de James Baker III, en la Argentina, Cristina sigue echándole combustible a iniciativas como las de la ley del odio y no descarta incluso cambiar las reglas de juego electorales amenazando con una suspensión de las PASO si las circunstancias la favorecieran. Son señales que tienen más familiaridad con las herramientas que fue acumulando el chavismo para resistir en el poder que con el regreso de izquierda light que promueve Lula en Brasil.
Firmenich plantea que la Constitución Nacional “no es suficiente”. Y que la democracia del siglo XXI debe acabar con el monopolio de “una clase política que pueda traicionar a sus votantes”. Por eso, sugiere avanzar hacia una democracia plebiscitaria, con restricciones para la selección de jueces, y ampliación de la Corte Suprema con carácter federal.
Firmenich, al fin y al cabo, tiene la enorme fortuna de estar vivo y de que las mismas democracias liberales que él condena le permitan decir las barbaridades que se le ocurran. A riesgo, incluso, de que algunos lo puedan tomar en serio.
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